María Gómez de León
Todos los días cuando vuelvo a casa
escucho los quejidos de mi perro
al otro lado de la puerta,
olfativo, rasgado por amor
hacia este humano que busca
desesperadamente
en el fondo
de su bolsa
unas llaves.
Cuando entro
mi perro tiembla como ellas
y me lame la cara
haciendo charcos tibios y dorados por doquier.
Paso mis manos por su vientre. Luego
borro los charcos con vinagre.
Sólo que aquí ningún olor se impregna.
De hecho, ya no vuelvo a casa.
Tampoco tengo un perro,
tuve uno, hace años, todavía
me despiertan sus ladridos en la noche.
Ésta no es mi casa.
Estoy sola aquí, donde el sol
arranca los colores de los libros,
y los días pasan por los cuartos
como si fueran animal en cautiverio.
Procuro no: cuando salgo
troto por la acera, respiro nada más
lo suficiente. Y al volver
el aire me recibe intacto
para que lo siga
manchando con mi aliento.
Fotografía de la autora.
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