Melchor, Fernanda. Temporada de huracanes. Ciudad de México: Random House, 2017. 223 pp.
Carolina López Moller
Después de leer Temporada de Huracanes dan ganas de decirle a todas las personas con las que una se encuentra, al menos durante una semana: ¿ya leíste Temporada de huracanes?, ¿sí o no es brutal?
Si la respuesta es negativa, entonces una verborrea de adjetivos para alabar la novela: es increíble, magnífica, sublime; corre a comprarla. O dices "hace mucho que no leía algo que me gustara tanto". Y no quieres decir nada más al respecto de la historia y cómo está contada porque cada detalle de la trama debería de ser un descubrimiento completamente nuevo para el lector desprevenido que abre el libro por primera vez.
Así que no diré nada sobre la historia, más allá de que es el relato de un crimen. Diré que Melchor se inspiró en una nota roja para escribir la novela, después de desechar su primera idea, que era hacer una investigación periodística al respecto. Y que una no puede sino agradecerle paradójicamente a la inseguridad en México, razón por la cual no lo hizo. Porque cada uno de los personajes que construye Melchor cuenta su historia de una manera que la realidad no podría haber superado.
Diré que la novela tiene la doble virtud de estar, de alguna manera, completamente contenida en sí misma y al mismo tiempo estar terriblemente inmiscuida en la realidad mexicana, la más sórdida. Es decir, la historia se podría leer por sí misma ─si es que decir eso tiene un mínimo de sentido─ y sería suficientemente desgarradora y maravillosa. Pero al adentrarse un poco en las capas y en la complejidad de la trama, nos damos cuenta de que no sólo habla de temas complicados como aborto, masculinidad, travestismo, homosexualidad, y violencia sin que sus personajes ni su historia parezcan, ni por un solo segundo, pretexto para ello; sino que cuando lo hace no es maniqueo: nos incomoda, nos confronta con nuestros propios prejuicios.
Uno de los elementos más interesantes de la novela es quién y cómo se cuenta. La voz pasa del chisme del pueblo a ciertos personajes claves en la historia del crimen, y Fernanda logra cambiar de narrador varias veces en sus párrafos frenéticos sin que esto interrumpa la historia; al contrario, va completando el escenario de manera que al final cada pieza cae en un lugar perfecto. Nunca escuchamos la versión de la víctima y del victimario, casi como si Melchor hubiera ido al pueblo a hablar con las personas que encontró, y nos quedamos con una versión de la historia que sabemos que nunca será completa ─porque las historias nunca son completas. El lector se queda así con lo que puede construir a partir de lo que la autora le da, y no queda más que imaginar el resto de la historia con nuestros propios medios, del mismo modo que cuando te enteras de una historia que se cuenta de boca en boca.
Hace mucho que no leía algo que me gustara tanto. Quizás es porque Fernanda Melchor tiene una manera de incomodarte que sin embargo te hace querer más de esa incomodidad para saber a dónde lleva. Quizás es porque su manera de describir cosas horribles es bellísima, entonces al mismo tiempo que se cava un hoyo en el estómago ─más profundo mientras más avanzas en la novela─, otra parte de ti se regodea en cada frase y en la poética del lenguaje oral que la autora hila de manera prodigiosa.
Hace mucho que no leía algo tan apasionadamente, con algo así como la emoción de redescubrir la lectura, porque el ritmo con el que narra la historia no deja respirar más que en los pocos espacios entre capítulos, en los que uno sale de la historia, mira alrededor, y sólo quiere volver. Hay algo de indescriptible en la manera en la que Melchor va entretejiendo las distintas voces y versiones, cambiando entre diálogo y descripción, en cómo de repente su lenguaje tan casual se vuelve entrañable ("la forma en que sus dedos se deslizaban por la piel de Norma y delineaban los contornos de su cuerpo"), en los descubrimientos que te llegan de un momento a otro y piensas que es imposible que no te hubieras dado cuenta antes, y cómo de pronto ya no sabes dónde está la maldad: ya no la puedes señalar desde el púlpito de la superioridad porque hay algo de comprensión de las cosas que hacen los personajes de la novela, hay algo de incómoda revelación de que, en su situación, con sus deseos y sus historias, quizás habrías hecho algo peor.
Creo que es, sobre todo, eso: la incomodidad de la comprensión. La revelación de la comprensión. Al leer esta novela me encontré riéndome inesperadamente en medio de una situación terrible, sintiendo el morbo de querer saber más sobre los deseos sexuales secretos de algún personaje, leyendo un capítulo de cincuenta cuartillas sin levantar una sola vez la mirada de las páginas, como si alguien me estuviera contando el mejor chisme de mi vida, mientras me revolvía por dentro, mientras me confundía, mientras pensaba que, como dice en el epígrafe, "una belleza terrible nace"; con una culpa de disfrutar y de entender los motivos que llevan a alguien a hacer algo horrible, con la confusión de ya no saber dónde está la maldad, porque no es intrínseca a la naturaleza de los personajes, es una cosa que nace de la miseria y del miedo y de los malentendidos pero no se sabe bien de dónde. No sé, ¿ya leíste Temporada de huracanes?
Fotografía de la autora.
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