Dalmau Costa Villegas
Soy un mundo, contengo multitudes. Tantas, que a veces es difícil cargarlas todas. A estas multitudes las compadezco. Son pequeñas, torpes y tienen la extraña cualidad del ladrido.
He aprendido a quererlas y a mimarlas hasta cuando quieren llorar y no pueden. Vivo con la esperanza puesta en que sean ellas las que sepan contar historias. Más que nada porque ninguna sabe vivir por cuenta propia: se les quema el arroz y llegan casi siempre tarde al trabajo.
Pero todas se esfuerzan por hacerlo lo mejor que pueden.
Y ese esfuerzo es de lo poco que me queda por ahora.
Mi muerte es tan gradual que parece imperceptible. Es decir: ni yo ni mis multitudes somos nada comparadas con el infinito. Pero al menos nos sentamos a observar cómo transcurre el universo.
Hoy el sol es gordo y el aire matutino tan puro que parece comestible.
Por las mañanas siempre intento dar sentido a lo que pienso: tener la consciencia de que un pequeño cambio puede alterar el universo.
Quizás ese sea el problema: que nunca he sabido bailar. Solo sé pensar, hilar ideas. Esto es un arma de doble filo. A veces una idea se instala en mi cabeza y no me deja en paz. Tampoco nunca he sabido muy bien cómo empezar una historia.
Pero tal vez esa sea la única forma de empezar algo: no sabiendo. De otra forma ¿qué hacer?
A todo esto se le llama un sistema caótico.
Los monos siempre han sido demasiado buenos para comprenderlo. Pero nosotras tenemos consciencia; por eso no tenemos moral.
Y en eso reside toda la diferencia.
A decir verdad, nunca he soportado ni la mala consciencia ni la mala reputación. Es más: creo que no soportaría que alguien no supiera bailar. Más que nada porque el mundo de la imaginación siempre es más rico que el mundo real. Y mientras esa idea exista, todo lo demás importa poco.
Inevitable es que conforme pase el tiempo vaya sintiendo menos y recordando más. Pero en el fondo: ¿qué es el recuerdo sino el idioma de los sentimientos?
No quiero caer, me repito, en la desdicha de pensarme. De pensarme a través del tiempo, infatigablemente. Caer lo que se llama de verdad caer. Sobre todo porque no quiero repetirme: ser una copia de mí misma me agota.
Por eso intento inventarme que contengo multitudes.
Y al mismo tiempo:
¿Por qué pienso que nada de esto importa? ¿Por qué alguien pensaría que algo de esto importa?
Aunque no quiera admitirlo o no pueda admitirlo, la respuesta es sencilla. Pero en la escritura no se debe engañar a nadie: la sencillez solamente se adquiere después de mucho esfuerzo
Pensar, lo que se dice pensar, es un privilegio de clase. Solo los ricos tienen tiempo. Solo los ricos tienen razón. Solo los ricos tienen voz.
Quizás por eso nada de esto importa. Porque en alguna parte del mundo.
Y aun así:
No hay en toda creación una intención. Qué dicen de mí estas líneas. Importa el tiempo.
El sol estallará un día y el aire dejará de ser comestible. Nada importará: ni estas líneas ni las personas que no saben bailar.
Pero si quiero empezar, tendré que empezar el principio.
Por decir que soy un mundo y que contengo multitudes.
Que nada puede enfrentarse verdaderamente a la muerte. Que enterrados somos todos iguales: los que bailan y los que no bailan.
Y seguro hay mejores formas de empezar que reconociendo que no sé bailar o que pensar sea un privilegio de clase.
Podría empezar a contar una historia interesante.
Algo que tuviera sentido: una historia del tipo había una vez una niña pobre que siguió siendo pobre, que trabajó y fue pobre y que después de trabajar y ser pobre, murió pobre.
Esta niña nunca leyó. Fin.
O en primera persona: cuando era niña me gustaba bailar y bailaba porque me gustaba ser el centro de atención.
Ahora solo soy un balbuceo: un no sé qué que se queda balbuceando. Porque escribir bien, lo que se dice escribir bien, no puedo.
Vivo con esa cruz. Aunque a estas alturas ya no me cueste admitirlo.
Mis palabras son lo que son: multitudes que me abarcan siempre y que no me dejan en paz.
Barcelona, 2021
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