Geraldine Castro
Desde diciembre mi cuello decide la gravedad de mi cuerpo; decirlo así es fácil, decirlo tomando las letras como unidad de pensamiento y hacer que ellas me ordenen. La última vez que estuve aquí, en este sentimiento, me quedé pensando que el mundo se arruga cada que el año acaba, me quedé prendida de ese pensamiento y era mi única seguridad.
En invierno el mundo se arruga, sí. La vida crujiente se desprende y espera al viento para andar, sí. Mientras el viento exista puede la naturaleza esparcir sospechas de mudanza, sí, a modo de semillas o hierba seca con aspiraciones de nueva vida en otro lugar, sí. A todo esto, pero solo a esto: sí.
A tener de frente con más certezas que palabras estos sentimientos. No.
Aquel invierno mi intención fue ver de forma renovada ese cambio cíclico, interpretar de forma distinta la pérdida, la falta de flores, el frío, pero la temporada seca se extendió y desde hace días que deletrear las últimas palabras del día es un trabajo para mi cuello, para esa extraña sección del cuerpo que parece haber sido estrechada de un pellizco y cuya mecánica es posible por fragmentos superpuestos, la misma que me es imposible mover cuando la imagino sin piel.
Otro encargo para mi cuello es defender mi frente antes de que se impacte con la ventana del autobús. Esto será un pendiente hasta que funcione en mis recorridos nocturnos.
En viajes sin sol no descuido mi entorno, no puedo hacerlo, no tengo razones para tomar la rutina como paseo, la obligación como goce o el cobro del pasaje como gasto de placer, pero sobre todo no tengo razones para no apurarme a calcular las magnitudes del daño.
Mientras hago una lista de colapsos pongo en marcha mi protocolo. La primera regla es evitar quejas por el vaivén grotesco que representa el traslado; eso sería una complicidad a medias con los pasajeros y cada nuevo brinco, una vaporosa unificación del espacio.
Veo, al cruzar el pasillo, una incomodidad que podría ser la mía, veo una injusticia que ocurre en un asiento igual al mío, veo mi duplicado incompleto, el acto concreto y algunos detalles, lo mismo pero sin miedo. Mi voz se levanta ante el reflejo que temo cada noche, el coraje duplica mi quijada para acumular saliva, es un acto doble entre la quijada y la saliva. El orden no es claro, pero estoy convencida de que eso manipula el ancho de mi rostro y no me destroza, no lo revienta, solo me inunda.
Tanto líquido en la cara trae lágrimas; pronto ocurre que el frío en el camión nos hace exhalar a la misma temperatura pero con más frecuencia, provocando un contraste con otros días y dejando que las ventanas vistan de empaño.
La bruma acumulada estimula el dibujo y la primera que no se contiene es la conductora, quien desde el asiento más desvalijado se inclina sobre el parabrisas para contornear una luna. Las más atrevidas y dispuestas a los rituales lunares son las niñas que entregadas a las figuras geométricas desinfladas hacen correr a perros y gatos hechos con la misma dimensión que un elefante; les hacen globos de diálogo sin atreverse a rellenarlos de palabras. La acompañante de las más pequeñitas se asegura de que ningún animal se quede sin cola u ojos antes de hacer parada en la cuadra oscura que inaugura el inicio de la caminata a casa, que harán de nuevo solas, sin la zoología de las ventanas.
Las que quedamos a bordo evaluamos el riesgo de que el calor reunido aporte una pradera a las figuras de la ventana y esto sin aviso las traiga a nosotras. Mis dedos no responden a la potencial estampida, pero otras pasajeras entregadas al orden se apuran a crear cordilleras y un par de verjas en las que resguardar a las borregas dibujadas por las más viejas.
El deporte del vendaval y la luz correteando entre los autos vecinos muestra y oculta las figuras. Los momentos más crueles que aluden a la extinción se deben a las zonas olvidadas por el alumbrado público, dicha penumbra y su capacidad de borrador nos hacen temer la pérdida de aquel fresco.
Una mano vecina nace en la arista de mi ojo; podría ser mía, pues tiene el vaho que no quiero limpiar con mi playera, aunque su delgadez me anula como dueña. Antes de que la palma roce el cristal, piensa frotando las yemas que le pertenecen y logra un torso cetáceo en miniatura que se une a mi quijada, me siento parte del retrato, ya es tarde y la libertad ganó. Mi plan de escape suena contradictorio, quiero volver por otras, por mi duplicado al otro lado del pasillo, pero las rodillas tiene un nuevo ángulo de flexión, la lluvia es más densa, mi suelo es húmedo, de peces pequeños me rodeo, me siento ilesa, me ajusto a mi nuevo tarareo y me explican que esta inundación es nuestra.
Fotografía de la autora.
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