Dalmau Costa Villegas
Hay una estrecha relación entre lo que se piensa y lo que se habla. Suele suceder que lo que decimos no siempre representa fielmente eso que pensamos. Y muchas veces lo que pensamos no es lo que queremos decir. El acto de hablar es diferente al acto de pensar. Por eso se dice que los seres humanos tenemos, al menos, dos lenguajes: uno interno y otro externo. Pero independientemente de estas cuestiones, hay un común denominador: el estudio del lenguaje casi siempre se ha asociado a la comunicación, a esa parte externa. Esto es un error. Espero que no se me malentienda: la comunicación y, en definitiva, la cultura, no existen fuera del lenguaje. Nadie en su sano juicio refutaría eso. Sin embargo, hay otra faceta, anterior, interna, cognitiva, que hace que las palabras puedan acomodarse de tal forma en la que produzcan oraciones significativas.
Esto expuesto a la ligera pudiera ser demasiado abstracto. Pongo una analogía para intentar explicarme mejor: cuando asistimos a una panadería, lo que tenemos siempre a la vista es el producto final, el pan. Este representaría la exteriorización del lenguaje. Lo que suele ocurrir es que perdemos de vista que, detrás de ese resultado, hay un proceso de creación: el horneado, la elaboración de la masa, etcétera. Hablar del pan como producto de venta sería el equivalente a entender el lenguaje solamente en su faceta comunicativa. De hecho, uno de los avances más significativos del estudio del lenguaje que se hicieron el siglo pasado fue el de prestar atención a los mecanismos cerebrales y mentales, a los procesos de creación, que nos facultan a hablar.
Dicho de una manera más simple: ante todo, la pregunta que debería dar inicio a toda reflexión de índole lingüístico debería ser la siguiente: ¿por qué hablamos? Fuera de ser una perogrullada filosófica, considero que esto, en sí mismo, si se toma con la debida seriedad epistémica, debería despertar una sensación de curiosidad en todas las mentes intelectualmente activas. Y es que suele ocurrir que las preguntas más simples muchas veces no lo son: hablar, producir oraciones significativas y complejas, conlleva una serie de extrañezas.
La primera extrañeza en la que puedo pensar es en cómo los elementos lingüísticos pequeños se combinan para formar elementos lingüísticos más grandes, es decir, en cómo la combinación adecuada de sonidos resulta en palabras, frases y oraciones que tienen significado. Inevitable será pensar en que justamente esta capacidad combinatoria nos la deba proporcionar un sistema cognitivo lo suficientemente complejo como para almacenar, interpretar y reproducir toda la información lingüística que se recibe del medio. Ante esta situación, resulta sorprendente la cantidad de información que un niño es capaz de registrar (almacenar, interpretar y reproducir) cuando está aprendiendo su lengua materna.
Si esto no fuera suficiente para despertar el interés de cualquiera, me gustaría que pensáramos en lo siguiente. Hemos dicho que los elementos lingüísticos se combinan para formar elementos más grandes. Pues una de las cualidades más sorprendentes del lenguaje humano es su infinidad discreta. Esto es, en resumidas cuentas y simplificando mucho, que los hablantes, por medio de una serie de elementos lingüísticos finitos, son capaces de producir un número potencialmente infinito de combinaciones. Siendo más concretos, esto significa que el lenguaje humano, con una cantidad limitada de sonidos, es capaz de producir una cantidad de oraciones que supera los granos de arena que hay en la tierra.
Es importante, llegados a este punto, entender que no todas las combinaciones de este sistema son realmente posibles. Habrá algunas, como veremos más adelante, que serán detectadas indefectiblemente como raras, anómalas, agramaticales. La gramática de una lengua sirve justamente para crear esta división entre las secuencias que son aceptadas por una comunidad de hablantes y las que no.
Hasta hace muy poco, esta cualidad que parece esencial al conocimiento del lenguaje, si bien no había sido invisible, sí había sido poco estudiada. Pero ahora se sabe que representa una de las cosas más importantes del lenguaje humano, algo que, en definitiva, lo separa de los sistemas de comunicación utilizados por otros animales.
Me gustaría poner otro ejemplo que representa lo extraño y fascinante que puede llegar a ser el lenguaje humano. Uno de los métodos empíricos para trabajar en lingüística es la comparación de oraciones. Comparar muchas veces es útil para hacer diferenciaciones y llegar a conclusiones. Siendo esto así, fijémonos, por ejemplo, en las oraciones que tenemos debajo.
Las acuosas ideas vuelan vagamente por el parque *
El parque por enormes vuelan los aviones *
Leamos la primera secuencia. Saltará a la vista que tiene algo de extraño. El hecho de que sea extraña no significa otra cosa que lo siguiente: ningún hablante de español diría que está “bien dicha”. Sin embargo, a pesar de su indudable extrañeza, nuestro hablante de español no detectará que es un completo disparate. Esto es básicamente porque el problema de la primera secuencia reside en el significado, no en la estructura: las ideas no suelen ser acuosas ni volar por los parques; las ideas suelen ser, más bien, entidades abstractas, buenas o malas, interesantes o curiosas; las ideas suelen tenerse repentinamente, en lugar de volar vagamente.
Lo que ocurre con la segunda secuencia es justamente lo contrario: el problema, la anomalía, tiene que ver con la estructura. Es decir, aquí, intuyo, ningún hablante de español tendrá ninguna duda en clasificarla como algo que no está bien de inicio, a pesar de que todas las palabras tienen un campo semántico y epistémico común. Es decir: en el mundo real hay la posibilidad de que exista un parque en el que vuelen cotidianamente aviones enormes. Esto no es difícil de imaginar. Sin embargo, ese problema es minúsculo en comparación al otro que nos compete: que en la oración el orden de las palabras no es el adecuado, y que, para que estuviera “bien construida”, uno tendría que escribir algo como Los enormes aviones vuelan por el parque, Por el parque vuelan los enormes aviones, o, incluso, si estamos de ánimos poéticos, Vuelan los enormes aviones por el parque.
Como hemos visto, este método comparativo nos ha servido para ejemplificar, a grandes rasgos, que, para producir esas oraciones significativas (o interpretables) de las que habíamos hablado antes, es necesaria la consideración de al menos dos elementos: una que nos permita entender lo que se produce –la parte del significado; la otra que nos permita acomodar los elementos en un sentido lógico y coherente – la parte de la sintaxis. A lo segundo es a lo que suele llamarse gramática de una lengua. Esas reglas de acomodo son las que sirven como estructura para que las palabras no salgan todas desordenadas y nos podamos entender los unos con los otros.
Para concluir, me gustaría recordar una historieta que leí antes de comenzar a escribir estos párrafos. En esta historieta había dos peces jóvenes que, nadando por un riachuelo, se encontraron con un pez más viejo que nadaba hacia el otro lado. El pez viejo, con la cordialidad que suele caracterizar a las personas de experiencia, los saluda amablemente y les hace una pregunta: “Buenas, ¿qué tal está el agua?”. Los dos peces jóvenes le devuelven el saludo y siguen su camino. Uno eventualmente le pregunta al otro: “¿qué cojones es el agua?” Esta pequeña historia, lejos de un divertimento, sirve también para ilustrar que las realidades más obvias son muchas veces las menos evidentes. Con el lenguaje pasa un poco lo mismo: estamos tan acostumbrados a usarlo que casi nunca nos detenemos a pensar en él.
Imagen del autor, 2020.
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