Ricardo Penchyna Cárdenas
Eran alrededor de las seis de la tarde, el sol caía y poco a poco iluminaba el cielo pasando del amarillo al naranja. Estaba con dos amigos, Yahir y Daniel, quienes terminaban su turno de vigilar la playa y se aventuraban al mar, ese ente del que tenían que proteger a los visitantes. Como todos los días de ese viaje, estaba listo para adentrarme en las olas, con la sutil diferencia de que esta sería la última sumergida salada de la temporada. Sentí nostalgia, pues no quería que se acabara el viaje, me quería quedar ahí toda la vida. Toda la vida bajo el sol; caliente, salado, mojado y en paz.
Solo con mi tabla de surf empecé a bracear, con los brazos cansados. Las primeras olas eran amables, pues la costa no es profunda en un principio. Conforme avanzaba, las olas crecían y el cielo se tornaba más naranja, ahora con tonos morados. Miré a la orilla, la sentí muy lejana, como si el planeta se hubiera extendido un kilómetro. En mi distracción, una ola se estrelló con todo mi cuerpo. Sentí la fuerza de la ola que me azotaba contra el mismo mar. Mi cuerpo, salado, raposo y dolido, se llenó de miedo, angustia y desesperación. Un breve instante de caos, del cual fácilmente regresé al aire y pude respirar. Me reí, “deja de distraerte”, pensé.
Después de unas cuantas brazadas más llegué con mis compañeros, ahí donde se forman las primeras olas, donde el oleaje es más lento, donde es majestuoso por su dimensión y su tranquilidad. Percibí la brisa salada en todo mi cuerpo que se enfriaba al ya no estar sumergido en el agua. El sol seguía cayendo y el cielo era aún más naranja, más morado. Decidí sólo tomar una ola esa tarde justo cuando desapareciera el sol. Quise despedirme de él lo más cerca posible, estaba feliz y quería que durara. Sentí tristeza, pues pensé que la vida era demasiado hermosa como para que esta se acabara.
En un instante Daniel desapareció, después de ir y venir en varias olas. Sentí angustia, pues no sabía si estaba bien. Pero pronto vi su cabeza en el agua y escuché un fuerte grito de alegría que salía de su boca. “¡Sumérgete!”, me gritó. Tenía un poco de miedo, del que sientes antes de hacer algo inusual, como si tu propio cuerpo tuviera un mecanismo de defensa contra lo desconocido. Lo ignoré, me sumergí. Me adentré, me lancé.
Me sentí solo, pero inmerso en algo más grande que yo. Algo más grande que todos nosotros. Sentí el calor y la frescura del mar. Abracé la sal en mi paladar e ignoré la irritación en mis ojos. Me sentí feliz y asustado en el mismo instante. Sublime. Inmerso. Completo. Deseé quedarme ahí y me molesté de que se me acabara el oxígeno. Mi condición humana. Subí. Regresé.
Me sentía cansado, movido, tranquilo. El sol se despedía. Lo vi con tristeza, con amor. Le dije adiós, hasta luego, hasta mañana. Me lo quería llevar, pero no pude. Pensé en que lo bello es indomable, incompresible a la razón, que la vida le habla al alma, no al lenguaje.
En el inicio de la oscuridad, el cielo cada vez más morado, empezando a verse también azul, vi una ola, y con ella a Yahir remando para tomarla. Era entonces o nunca. La adrenalina recorrió mi cuerpo, mis brazos empezaron a moverse y el latido de mi corazón se aceleró. Tomé la ola, de forma automática, como si ella me hubiera elegido a mí. Monté mi tabla con facilidad y en unos segundos estaba gritando; gritaba alegría, tristeza, miedo y esperanza. Me sentí acompañado pues Yahir se rió y gritó conmigo. Empatizando.
Llegamos a otras olas, más pequeñas, más amables, menos excitantes, que nos llevaron a la orilla.. Cansados nos acostamos en la arena fría y rasposa como ella sola, frente a un espectáculo de oscuridad azul que cedía ante la noche. Me sentía feliz. Estaba ahí, presente, olvidando el tiempo.
“Vaya ola”, me dijo Yahir.
“Vaya vida”, le contesté.
Fotografía del autor.
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