Beard, Mary. Women and power. London: Profile Books, 2017. 144 pp.
Nora Villamil Buenrostro
Quizás el mejor atributo de nuestro departamento en Langton Road, Edimburgo es el librero. Un librero enorme para un apartamento tan pequeño. Las cartas del banco y las notificaciones de adultez han quedado relegadas a las coordenadas 6,6 de la esquina inferior siniestra; a las 3,3 se albergan epístolas gozosas y un lacre que nunca queda liso y que colinda con la repisa feminista a las 2,2, que como un corazón diestro se encuentra ligeramente fuera de centro. En 2,2 hay una joya al más puro estilo damasquinado: “Mujeres y poder” de Mary Beard. Y aunque uno no debe juzgar a un libro por su portada, el diseño de ésta es espectacular. Casi tanto como su contenido.
Este libro es la transcripción de dos cátedras impartidas por Mary Beard para la London Book Reviews de 2014 y 2017. (Me resulta simpático pensar que el origen del libro aquí reseñado sea, en sí mismo, un evento de reseñas.) Se trata de dos ensayos: el primero, sobre la voz pública de las mujeres y el segundo, sobre las mujeres en el poder. Mary Beard es una catedrática clasicista de la Universidad de Cambridge, dedicada a estudiar el imperio romano, El New York Times la describe como docta pero accesible, quizás por la suma de su vívida presencia en redes sociales, su gran labor de divulgación y sus múltiples apariciones en documentales.
En ‘Mujeres y poder’, la autora muestra cómo el inicio de la cultura occidental es también el del silenciamiento sistemático de las mujeres mediante una urdimbre de ejemplos greco-romanos y otros cotidianos del mundo occidental. La toma a una de la mano y la lleva de la literatura griega hasta las redes sociales, pasando por el renacimiento, las caricaturas sesenteras y la prensa contemporánea. Todo para ilustrar cómo el discurso es uno de los atributos y ejes de la definición de masculinidad: un ritual de paso.
Vir bonus dicendi peritus
A good man, skilled in speaking
Un buen hombre, talentoso orador
Así, una mujer que habla en público, por definición, no es mujer.
Relata con ejemplos históricos y vivenciales los insultos desatados cuando una mujer trasgrede su cualidad de mujer y osa hablar públicamente. Mary Beard es una figura pública prominente en redes sociales y una erudita con opiniones sólidas que expresa en la radio y en la televisión británica.
El segundo ensayo es un gran retrato sobre cómo la sociedad occidental mira a las mujeres que ejercen –o intentan ejercer– poder. A pesar del progreso numérico en términos de puestos de poder ocupados por mujeres durante las últimas décadas, nuestro arquetipo cultural de una persona sabia, poderosa o experta es masculino. No tenemos un prototipo de mujer poderosa. Y si la intentamos imaginar, plantea que lo más probable es que será masculina.
Las mujeres en el poder son vistas como usurpadoras, tanto en el teatro griego como en la prensa contemporánea. Beard desmenuza la influencia que obras clásicas, como Lysistrata y Agamemnon o personajes mitológicos como Atenea y Medusa, tienen sobre la política contemporánea. Su revisión de la literatura dramática griega estimula al lector virgen a conocerlas, y al lector experimentado a revisitarlas con una perspectiva de género. A propósito de esto: para mí, quizá una de las virtudes más grandes del libro es derrumbar la barrera de resquemor con que muchos de nosotros –lectores casuales y ajenos al mundo clásico – pensamos las obras clásicas de literatura dramática griega, provocando el deseo de leerlas a la brevedad.
Entre argumentos impecables y una prosa fluida salpicada de ejemplos concretos, Mary Beard explora los orígenes y realidades contemporáneas de la normalización de la violencia de género contra las mujeres en el poder. Usando como referentes a Margaret Thatcher, Angela Merkel, Hillary Clinton y Dilma Rouseff así como a las redes sociales y a la prensa como espejos, Beard nos restriega cuán normalizada está la violencia contra las mujeres en puestos de poder. Pero sobre todo, cómo se ha utilizado a las bellas artes para justificarla. Este asunto retumbó con ecos estridentes e infinitos en mis oídos mexicanos dada la incontrolable epidemia de violencia contra las mujeres que azota a México actualmente y la fuerza con que buena parte de la sociedad se resiste a su empoderamiento.
Una de las reflexiones que la autora aborda en ambos ensayos es la manera en que la sociedad percibe y recibe la voz pública de las mujeres y cuán importante es el lenguaje utilizado para describir el hablar de las mujeres en propagar su silenciamiento:
Take the language we still use to describe the sound of women’s speech, which is not all that far from James or those pontificating Romans. In making a public case, in fighting their corner, in speaking out, what are women said to be? ‘Strident’; they ‘whinge’ and they ‘whine’. […]
Do those words matter? Of course they do, because they underpin an idiom that acts to remove the authority, the force, even the humour from what women have to say. It is an idiom that effectively repositions women back into the domestic sphere (people ‘whinge’ over things like the washing up); it trivialises their words, or it ‘re-privatises’ them. Contrast the ‘deep-voiced’ man with all the connotations of profundity that the simple word ‘deep’ brings. It is still the case that when listeners hear a female voice, they do not hear a voice that connotes authority; or rather they have not learned how to hear authority in it; they don’t hear muthos.¹ (p. 18)
En la voz de una mujer, las sociedades escuchan el tono y no las palabras. Habla también del tono de voz, grave o agudo, y sendas relaciones con la autoridad conferida, las consecuencias sociológicas y políticas de ello. Nos remite al origen de ello: al énfasis que la literatura clásica hace sobre la gran autoridad de los timbres graves y masculinos, en contraste con los timbres femeninos, agudos y carentes de autoridad.
We find repeated stress throughout ancient literature on the authority of the deep male voice in contrast to the female. As one ancient scientific treatise explicitly put it, a low-pitched voice indicated manly courage, a high-pitched voice female cowardice.² (p.14)
Tras una plétora de ejemplos a través de un barrido histórico, termina afirmando que:
These attitudes, assumptions and prejudices are hard-wired into us: not into our brains (there is no neurological reason for us to hear low-pitched voices as more authoritative than high-pitched ones), but into our culture, our language and millennia of our history.³
Justamente aquí hago un paréntesis para expresar mi único desacuerdo con el libro.
Aunque me parece válida la primera mitad de la reflexión, estoy en desacuerdo con la segunda tesis que argumenta que no existen razones biológicas para asociar más autoridad a las voces graves que a las agudas. Tesis que me recordó al libro Women, an intimate geography donde Natalie Angier sostiene el mismo argumento en su colección de ensayos. Quizá dada mi formación profesional (bióloga y ecóloga evolutiva), mi desacuerdo deriva del hecho de que entre los primates, los machos tienen en promedio timbres más graves y también son, en promedio, más fuertes y más agresivos que las hembras. Los timbres graves están correlacionados con altos niveles de testosterona, y la testosterona con la agresividad. Pienso que la selección natural ha favorecido a aquellos individuos que están neurológicamente ensamblados para asociar timbres o voces graves con individuos más dominantes, de mayor jerarquía o autoridad. Entre los vertebrados sociales, la jerarquía está definida en buena medida por la fuerza o agresividad del individuo y esto lo aprendemos pronto para evitar conflictos innecesarios. Dicho de otra forma, entre más pronto aprendan esto los monos sociales, obtendrán menos golpes, rasguños y mordidas y tendrán más recursos disponibles para producir o cuidar de su progenie. Es así que el timbre grave y el poder se vuelven una asociación neuronal seleccionada naturalmente. De allí que seamos propensos a temer, o desde el temor, a respetar más o conferir mayor poder y autoridad a una llamada con tono grave, que a una aguda.
Discrepo de la opinión de Mary Beard y de Natalie Angier, pues considero que sí existen razones biológicas suficientes para que los cerebros tengan impregnada una asociación entre timbres graves y autoridad, especialmente entre monos sociales como nosotros los humanos. Sin embargo, este argumento no sugiere que dicha asociación deba ser perpetuada en nuestra sociedad para justificar la inequidad de género. Por el contrario, estoy convencida del enorme poder que tiene la cultura para cambiar los patrones de comportamiento, especialmente entre los animales sociales como nosotros. Nuestros cerebros son altamente maleables y capaces de revirar patrones de conducta que fueron seleccionados naturalmente por ser útiles en otros ambientes, pero que hoy en día en nuestro ambiente –la sociedad del siglo XXI– resultan perjudiciales.
Este desacuerdo también me recordó a Christopher Hitchens, quien ya calvo de cáncer cierra una de sus últimas entrevistas con una reflexión sobre lo grato y valioso que ha sido para él, como escritor, que lectores desconocidos le escriban para comunicarle sus acuerdos y desacuerdos con su obra⁴. Así, puse manos al teclado y escribí a Mary Beard una carta postal donde explicaba mi agrado por su libro y también mi desacuerdo. La escribí cual pluma al viento bajo la asunción de que una persona tan ocupada, incluso cuando tenga deseos de responder, no tendrá momento de ello. Y cuál va siendo mi sorpresa que semanas después, llega una carta de Newham College que con gran modestia acepta mi argumento y admite con toda humildad que la biología evolutiva ciertamente no es una disciplina que conozca a profundidad. Ciertamente un gesto de modestia intelectual y grandeza humana que ahora vive en las 3,3, donde las epístolas gozosas.
Pero de vuelta al meollo. El libro comienza muy cerca del inicio de la tradición literaria occidental con el primer ejemplo documentado de un hombre mandando a callar a una mujer. Una escena que quizás muchos lectores hayan leído y olvidado, o pasado enteramente de largo. Sin duda alguna, una de las mejores partes del libro es el primer párrafo. No diré más, únicamente que fue la primera y quizás la más vívida sorpresa que este pequeño libro impregnó en mi memoria. Sugerencia: Así que incluso si no piensa en comprar o leer el libro, le recomiendo, mi querido lector, que vaya a su biblioteca o librería más cercana y lea el primer párrafo; luego, intente salir de allí sin el libro.
Fotografía de Unsplash
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