Mariana Abreu Olvera
Mariana Costa Villegas
Adriana Fournier Uriegas

Siempre nos ha costado trabajo tener fe en la humanidad. En este año de encierro, en las conversaciones que hemos tenido entre nosotras esa desesperanza ha sido un tema constante. No hemos podido dejar de pensar en cómo la destrucción de los ecosistemas –de los cuales somos parte–, y consecuentemente la disminución de las especies ha llegado a niveles nunca antes vistos. Nos aterra también el hecho de que la violencia ejercida por hombres contra mujeres y contra otros hombres se manifieste de maneras tan espeluznantes. Nos indigna que las injusticias sociales, no solo sigan existiendo, sino que además se hayan agudizado profundamente. La pandemia que en este momento tiene al mundo de cabeza no ha hecho más que recrudecer la destrucción, la violencia y la injusticia.
La crisis actual ha reafirmado que no se puede mantener un sistema tan insostenible como el capitalismo, que insiste en la depredación infinita de un planeta con recursos finitos. También nos ha recordado que, aunque el patriarcado ha perdido su lugar como sistema dador de identidad, los problemas que este fin ha traído están lejos de resolverse. Estamos inmersas en un mundo en el cual se rechazan todavía las diferencias, la libertad, la vida.
Más allá de nuestra constante falta de fe en la humanidad, nuestras sensaciones sobre el panorama actual, sobre las relaciones y sobre la vida han ido cambiando en el transcurso de estos últimos meses. Cuando empezó la cuarentena, sentimos cierto alivio; parecía más que necesaria una pausa, un descanso de los ritmos acelerados en los que nos movemos las sociedades actuales. En ese momento de pausar comenzamos a reencontrarnos con la cotidianidad del hogar, buscamos actividades que nos ayudaran a conectar con nosotras mismas, aprovechamos para al fin realizar pendientes postergados por la rutina. Los animales (no humanos) también tomaron un respiro. Había miedo y muy poca información pero también había esperanza en que saldríamos pronto de esto. ¿Recuerdan cuando la cuarentena duraría sólo dos meses?
Pronto nos dimos cuenta de que la incertidumbre y la desinformación aumentaban conforme lo hacía también el número de muertes trágicas en el mundo. Sentimos entonces la desesperación; la posibilidad de hacer una exploración personal fue quedando a un lado. El deseo y la nostalgia de poder ver a las amistades y a la familia se hacía mayor. En ocasiones, bajamos la guardia, ya que al menos en nuestro país el gobierno lo permitía. Tuvimos reencuentros extrañísimos en los que la convivencia se sentía ajena, pero la compañía era verdaderamente gratificante.
Nuestra poca esperanza en la humanidad creció al ver que, aún sabiéndonos en tiempos de crisis, el individualismo, la codicia y la destrucción que se imponen constantemente se agudizaron y se manifestaron de nuevas formas. La violencia en los hogares aumentó. Muchas personas se negaron a seguir las medidas sanitarias que ayudarían a cuidar de las y los otros. Las grandes empresas de comercio en línea se enriquecieron aún más y la seguridad económica de buena parte de la población disminuyó drásticamente. La basura generada por la necesaria y acelerada producción de equipo médico llegó rápidamente a los océanos y la contaminación aumentó debido a los residuos desechados por el consumo de productos enviados a casa. El miedo y el agotamiento del personal médico que arriesga su vida para atender de manera frontal la crisis han llegado a niveles extenuantes. Frente a este panorama, es inevitable sentir una constante preocupación por un planeta hermoso que se agrieta a pasos agigantados. Además, se suma el miedo continuo de perder a un ser querido y la tristeza de aquellas pérdidas que sí ocurren, como consecuencia directa o colateral del COVID.
Los cambios urgentes de los que tanto se ha hablado durante décadas son una necesidad indiscutible. El desbarajuste mundial que ha generado la pandemia es la manifestación más contundente de que ya no podemos esperar para construir sociedades en donde la responsabilidad y el conocimiento sobre los demás habitantes de este planeta sea la base.
Es abrumador sentir que el orden predominante —o más bien el desorden— parece imponerse sobre todos los aspectos de nuestras vidas. Sin embargo, los sistemas de dominación en realidad nunca logran abarcarlo todo. Este hecho nos hace tener un poco de esperanza y de ilusión, aunque nos cueste trabajo vislumbrar un futuro prometedor para el mundo. De cualquier forma, es mejor imaginar lo que nos gustaría que fuera, aunque no esté en nuestras manos el actuar del resto de las personas.
Con el privilegio de pasar el encierro en casa, hemos tenido también la oportunidad de detenernos a reflexionar y a sentir la vida en su forma más esencial. Cuando le quitas las capas externas a la vida y aprecias el núcleo del cual está compuesta, puedes empezar a comprender de forma más sincera cuáles son tus necesidades y qué es suficiente para sentir paz y tranquilidad. Hemos descubierto que, además de tener resueltas las necesidades básicas que compartimos todos los seres humanos, los cuidados, el amor, el conocimiento y el arte son quizás suficientes para tener una vida plena. Ojalá los seres humanos encontráramos satisfacción en la sencillez de estas experiencias y pudiéramos garantizar que todas las personas tuvieran acceso a ellas.
¿De dónde viene el afán de violencia, de codicia, de poder que se ha impuesto sobre el mundo? ¿Por qué la humanidad no ha podido encontrar satisfacción en relaciones basadas en el amor, en el cuidado y en el respeto hacia su propia especie y hacia los demás seres que habitan este planeta? No creemos encontrar nunca una respuesta que sea convincente. Quizás sea mejor dejar de enfocarnos en estas preguntas y buscar en el pasado y en el presente el amor, en vez de la destrucción, la paz, en vez de la violencia, la libertad, en vez de la opresión, el placer, en vez del sufrimiento, porque “las cosas se buscan y se encuentran con lo que ellas mismas son.” Habrá que buscar entonces, como ha dicho María-Milagros Rivera [1], el amor con el amor, la paz con la paz, la libertad con la libertad, el placer con el placer… Tal vez así podamos reconstruirnos y contribuir a reparar la destrucción que hemos provocado y que tanto nos ha dañado. Tal vez así podemos hacer de la vida en este planeta una experiencia bella, justa, digna y libre.
[1] María-Milagros Rivera, El placer femenino es clitórico, Madrid y Verona, Edición independiente, 2020, p. 6
Fotografía de Mariana Costa Villegas
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