Dalmau Costa Villegas
Somos una chispa evanescente entre dos oscuridades; una fogata que de pronto se enciende con certeza. El llanto del nacido explota cuando sabe que es mortal. Luego viene la consciencia de los límites. Surge el ancla de los pasos, la memoria; la intensa relación con el presente; el temor a pensar en el mañana: los gusanos, el ataúd y la ceniza.
Los antiguos inventaron dioses para hablar del tiempo. Cronos era justiciero, devoró a sus hijos. Después fue Jano el que abrió las puertas, transiciones y finales. El pasado y el futuro en una cara de dos caras: miradas justas con las que se vio el presente. De ellos heredamos la gramática, los traumas: el pasado, el presente y el futuro. Seres condenados por el tiempo, anclados en lo que pasó; preocupados por lo que podría pasar. Los días son líquidos, contados. Pronto, lo que era el hoy se convierte en el mañana. Somos el asedio de lo que está por pasar: pensamos a futuro, ideamos planes, sentenciamos nuestra historia.
Futuro para nosotros significa ‘lo que ha de ser’, lo acontecible, algo que todavía no pasa. El designio de algo abstracto: una idea, una ventana. Dejado a la deriva del ocurrirá, lo entendemos como una conjetura, acaso, una posibilidad: ese lugar de lo hipotético; el jardín de los senderos que se bifurcan. También somos hijos bastardos del latín: futuro viene de “futurum”, que significa literalmente ‘lo que ha de ser’. En español, su expresión es verbal, morfológica, a veces, perifrástica. Aquí el verbo es como un centro, un sol cambiante: “Ir-é al cine por la tarde”, un cinéfilo dice a su amigo; “Ganar-emos la copa del mundo”, dice un jugador de fútbol en una entrevista; “¿Vas a venir?”, un mensaje anuncia el ansia del encuentro.
Mas esto en otras lenguas no sucede. Ahí no hay tiempo. Si lo hay, es un páramo extendido, un sol verbal que se oscurece e implosiona, deja que otras palabras cobren vida. Así, los chinos se dicen entre ellos “Mañana acampar aire libre” (明天 露 营). La morfología verbal queda intocable. El infinitivo se fosiliza. La temporalidad se ubica en otra parte, en un decir mañana o dentro de un año o en cuatro días. El Hopi no distingue presente de futuro. Más bien se habla de manifiesto y manifestante. Lo real, lo objetivo, se opone a lo irreal, a lo que vive en “el corazón del hablante”. Algo entonces puede acaecerle a uno, ‘desde un lugar’ (pew’i); o simplemente ‘sobrevenirle’(pitu), como un rayo. Es ese no-futuro el que late, vibra, tiene vida. Concepción unificada de tiempo; panteísmo abstracto en donde todo pasa o no pasa. Tiempo sin nombre, tiempo sin tiempo.
Disímil comprensión la nuestra, donde futuro siempre es ir hacia adelante: un constante sueño ardiente, una pesadilla que no acaba. El frenético pensar qué hacer después, sin una sola pausa ni sosiego. Fugaces entelequias, falsas esperanzas, hermosos tropiezos quijotescos. Absurdo es soñar con el pasado, más aún soñar con el presente; solo imaginamos cosas que no pasan. Quizás porque creemos que pensar lo irreal nos justifica; pronto emerge el dios en tierra, el profeta negro, el niño diablo. Siempre en busca de algo nuevo: intrincada ambición, momentáneo abismo en el que no somos. El posible encuentro en lo aparente.
Luego la palabra se disfraza de concepto; es un suceso dependiente; una coordenada entre falsas coordenadas; el tiempo se mide con la fórmula. La geometría se alza gobernante y la luz indica qué es el tiempo. Somos pequeñas partículas que se mueven; huérfanos que intentan poner nombres. Intentamos construir artefactos que simplifiquen todo esto. Apretujamos los minutos con las manos; maldecimos la tardanza. Pero si preguntan qué es el tiempo, no sabemos: ¿una palabra, una sombra, una ilusión? Escuetamente contestamos con un número. Vaga idea la de decir que ayer fue, que hoy es y que mañana será.
Mitología antigua; selva lingüística; filosofía primigenia; ciencia inescrutable: obsesión numeral y exacta. Todo esto sin saber que la revolución empieza con un calendario al que se prende fuego. Que no despertaremos hasta glorificar nuestros orígenes, allá donde todo era un ciclo y no había vanidad en creer que todo lo entendíamos.
Fotografía del autor.
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