Yolanda Robledo Arratia
14 de marzo de 2020, mensaje compartido en un chat familiar:
«Hace unas horas, China anunció oficialmente del suero egipcio que el Dr. Hala, Ministro de Salud de Egipto, presentó al Ministerio de Salud de China para tratar el virus Corona, resultó ser 100% efectivo en más de 7 casos que han sido curados.»
3 de junio de 2020, en entrevista para W radio la Secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, negó usar cubrebocas para protegerse contra el Covid-19:
«Yo no, no, no. Yo estoy blindada con mis gotas. Son nanomoléculas de cítricos. (…) Las vi en varias entrevistas a una chica inteligentísima, ingeniera bioquímica, que sacó esta maravilla de productos que van directamente a destruir los virus, yo le pedí y para mis colaboradores.»
Noviembre de 2020, publicaciones y comentarios de distintas personas con maestrías, doctorados y plazas de investigación en el área de las ciencias biológicas y de la salud, tras la noticia de la vacuna contra Covid-19:
- Hablan de los beneficios de la vacuna milagrosa, pero ocultan o minimizan los riesgos.
- Es muy sospechoso que la vacuna haya salido tan rápido, habrá que esperar para ponérsela.
- No podemos confiar en las grandes farmacéuticas.
Todos estos mensajes fueron obtenidos de situaciones reales. Todos ellos provienen de orígenes diversos; de personajes que, de ser agrupados, destacarían más por sus diferencias que por sus semejanzas. Si por un momento sostenemos nuestra cara por la barbilla, al tiempo que entrecerramos los ojos para agudizar la mirada, notaremos que lo que une a mi familiar, sin educación formal ni grados académicos, con una connotada abogada y alta funcionaria del gobierno mexicano, y con parte de la élite académica e intelectual del país, es la desconfianza y la urgencia de certezas.
Si tomamos una lupa para ver aún con más detalle, se revelará que la desconfianza es hacia la autoridad, ya sea sanitaria, estatal, o ambas, y hacia el régimen tecno-científico. Mientras, las certezas se buscan desesperadamente en diversas fuentes: en un país lejano, en la medicina alternativa −por más improvisada que sea−, o en una ciencia que no sea cercana a la industria y al gran capital.
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Descifrar la naturaleza de los mensajes, por otro lado, dependerá de la mirada detrás de la lupa. Hay quien podrá decir que son alarmistas, que son sensatos, que son mentirosos. ¿Cuál será el calificativo correcto?
Relajemos la postura y quitémonos los lentes del escrutinio social. Ocupemos nuestro lugar en ese micro-espacio. No reduzcamos a una caricatura a ninguna de las partes. Asumamos que todas esas ideas fueron compartidas por seres pensantes y con agencia. Tratemos de distinguir lo que es falso, lo que carece de fundamento y lo que se excede en escepticismo. ¿Podemos hacerlo? Si en efecto podemos, ¿qué es entonces aquello que impera en el ambiente y que obstaculiza que personas de distintos orígenes y posiciones logren reconocer la veracidad de una nota? ¿Qué impide que aceptemos o rechacemos cierta información?
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Pese a las innumerables fuentes de acceso a la información, la difusión de noticias y de datos falsos generan un ruido excesivo, pues gracias al internet y a las redes sociales, el alcance que tienen y la velocidad a la que se esparcen son inconmensurables. Aunque no todo es malo; las redes socio-digitales pueden llegar a ser maravillosas, y abrirnos el panorama a conocimientos y formas de pensar que desconocíamos. El problema es que el discernimiento y el tamizaje de información suele recaer en el individuo con limitaciones para argumentar; pero con toda disposición de expresar su sentir y su pensar, o incluso imponerlo, lo cual dificulta todo análisis crítico de la información que se comparte.
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Para poder tomar decisiones que sean productivas para la sociedad, requerimos de un piso común de información y conocimiento llamado verdad. Sería difícil tomar un rumbo si cada quien rigiera enteramente su vida bajo sus propias creencias, así que a ella estamos ceñidas. Sin embargo, hay muchos obstáculos que nos bloquean el acceso a lo verdadero, y me atrevería a decir que hay uno que destaca en lo personal, lo social y hasta lo estatal: la ausencia de ciencia en los quehaceres y pensares cotidianos que, en algún punto, nos llevan a no reconocer la verdad. Y por favor, no nos proyectemos con bata y lentes de seguridad, o aprendiendo a identificar leyes y teoremas en nuestras actividades diarias. Nada de eso.
Pensar y actuar de manera científica no significa acumular datos desmedidos, definiciones apabullantes o hacer cálculos complicadísimos. No. Se trata simplemente de cuestionarnos la realidad recurriendo al conocimiento verificable; y para ello, no se requiere ser una enciclopedia andante.
El gran problema es que desde el Estado y la educación formal se equipara la ciencia con la investigación, con laboratorios, con mentes excepcionales que tratan temas que son incomprensibles para la mayor parte de la población. Estas instituciones desconocen cómo la ciencia permea en la cultura y la sociedad. No saben siquiera que lo hace. Y si no se ve la ciencia, difícilmente se advierte su falta y los estragos que conlleva.
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El 2020, año marcado por la pandemia por Covid-19, se convirtió en un momento crucial para que toda actividad humana tomase en cuenta lo que la ciencia tenía que decir. No obstante, la realidad ha sido diferente. Pese a que la urgencia de la situación ha llevado a que avances científicos y tecnológicos surjan con una velocidad sin antecedentes, éstos nunca se trataron de asimilar al pensamiento cotidiano ni a la toma de decisiones, como tampoco sus causas y sus consecuencias. La ciencia permaneció como una actividad humana aislada y completamente elitista que, en efecto, estaba ayudando a que el mundo no colapsara, pero no tenía nada que ver con la gente común.
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Además de la falta de noción, hay un desencanto generalizado hacia la ciencia, incluso de parte de quienes la ejercen en alguna de sus áreas. De unos años a la fecha, se han venido señalando las fallas en la estructura científica: una disciplina que no ha procurado permear la cultura y cuyos orígenes y designios suelen ser capitalistas, colonialistas y patriarcales. Incluso en el imaginario colectivo ronda la idea de que “creer en la ciencia” equivale a creer en una religión.
Tradicionalmente se ha socializado la ciencia como una estructura rígida y vertical, dependiente de una autoridad, donde el disenso prácticamente no existe. Donde lo único valioso es la realidad objetiva que puede ser medida y cuantificada, pero que desdeña todo lo que no se puede demostrar ni sopesar de manera exacta. Donde los resultados que se ofrecen se distorsionan por intereses empresariales, y hay una sobredeterminación por parte de la estructura económica y estatal.
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Si el Estado y la comunidad científica se muestran sensibles ante la ola de incertidumbre a la que se ha enfrentado la sociedad, tendrían que comenzar a plantearse serias reestructuraciones para los periodos venideros. Es evidente que modificar un sistema de esta naturaleza requiere mucho tiempo y esfuerzo, y aunque no creo que logremos verlo en el corto tiempo, he decidido sembrar mi esperanza de año nuevo en esa idea.
Pienso que el Estado como responsable de la educación, debiera transformar no sólo la concepción de la ciencia misma y de la preponderancia de ésta en todo aspecto de nuestra vida; sino la manera en la que se aborda el pensamiento científico en las etapas de formación inicial, pues la tajante separación entre la enseñanza de la ciencia y el resto de los aprendizajes no permite que se vaya creando el entramado que debiera regir nuestro pensamiento el resto de nuestra vida, para que nuestro actuar y nuestro entendimiento sean más integrales y más justos.
La comunidad científica, en cambio, tiene la imperiosa necesidad de mirar a la ciencia con una lógica distinta, de sacudirse los rasgos de positivismo que aún le quedan, y convertirla en un actividad humana y humanista, enfocada a la resolución de problemas sociales, donde la innovación y el desarrollo tecnológico no reposen en la propiedad intelectual, la competencia y la mercantilización. Sólo así se pueden formar científicas con una visión integral, donde también se incluya el pensamiento social y humanista también y los conocimientos tengan un vínculo con todos los aspectos de la vida diaria, en lugar de autómatas expertas en un solo tema.
Ahora bien, no se me malinterprete. Es cierto que la ciencia, aún cambiando la manera en la cual se concibe y se vive, no resulta suficiente para llevar una vida digna. Es imposible que en ella encontremos todas las respuestas para sobrellevar nuestras emociones, para crear o apreciar arte, para sopesar nuestros pensamientos y entender la cosmovisión en la que nos desenvolvemos; de eso se encargan también otras aristas culturales y del conocimiento. De lo que no me queda duda es que las sociedades que agonizan de ciencia se vuelven más vulnerables, pues los miembros que la componen quedan más expuestos a la incertidumbre, la desesperación y el engaño ante cualquier contingencia.
Me queda claro que, estos deseos, aun cuando se realicen, no son sino un atisbo en el horizonte, una utopía, pero como dijo Galeano, que al menos ésta nos sirva para caminar.
Fotografía de Mariana Costa Villegas.
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