Cecilia González González
Ya casi nunca escribo. Supongo que me quedé sin palabras. O tal vez fue el tiempo que faltó, siempre el tiempo. Aún ahora debería estar haciendo otra cosa, pero esa cosa va a tener que esperar. El problema es cómo hacer para volver a escribir algo decente. Pues ni modo, aunque no sea decente, u-n-a-l-e-t-r-a-t-r-á-s-l-a-o-t-r-a y que quede lo que quede. Este estilo se parece al del libro que llevo meses leyendo y que ni siquiera me está gustando. Y qué molestia, siempre imito el estilo de lo que estoy leyendo. Mi voz no es mía, parece un líquido que toma la forma de cualquier contenedor que esté ocupando mi cabeza, y justo ahora es la del sobrevalorado libro que acabo de dejar en la mesita. Pero no quiero seguir esperando el día en que mi voz deje de ser agua y sea por fin voz. Si pudiera al menos elegir la forma del contenedor que da forma a mis palabras, elegiría un florero de mi abuelita. Aunque ahora que lo pienso, no le recuerdo ningún florero. Mejor un vaso de veladora o un recipiente de yogurt de un litro, esos sí se los recuerdo. Total, no tiene que ser bonito, prefiero que sea real. Así me gustaría que fuera lo que escribo, real como ella, como su vida, real como las cosas que dejó acumuladas en las esquinas de mi mundo, en esas esquinas en las que me recojo como animal cansado cuando la existencia se vuelve demasiada. Pensándolo así, ya no sé por qué quería una voz propia, probablemente porque era joven, porque todavía no extrañaba. Hoy preferiría que hablen las ausencias, que las cosas extraviadas griten ‘aquí sigo’ y que las sombras me cuenten por dónde han ido. Renunciaría a escucharme a mí misma si encontrara una voz que me devuelva lo que he querido.
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